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R. EMERJ, Rio de Janeiro, v. 19, n. 76, p. 17 - 29, out. - dez. 2016

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Superada la crisis italiana de 1992, con un rosario de cadáveres po-

líticos entre los partidos tradicionales, la continuación por todos conoci-

da fue el largo periodo de gobiernos Berlusconi, con sus reformas legales

para adelgazar los instrumentos de control de la legalidad en manos de

los magistrados. Italia registraba el dominio de un partido populista con

el apoyo de los grandes poderes financieros, de los que formaba parte el

gran holding del primer ministro, así como el resurgir de la democracia

plebiscitaria instrumentalizada a través de los

media

(tanto los de la red

privada Mediaset controlada por el propio Berlusconi, como la RAI, anti-

guo símbolo del pluralismo político italiano).

Lo paradójico de este proceso es que terminó tal y como había

empezado: con la salida forzada de Berlusconi por la inmensidad de pro-

cesos judiciales incoados contra sus abusos de poder. Aunque con una

democracia avanzada como la de la Italia de la constitución republicana

(la misma que permitió la persecución de la corrupción gracias a los am-

plios poderes otorgados al cuerpo de fiscales, independiente del judicial)

sumamente debilitada.

Durante este largo proceso se ha puesto de manifiesto la inexisten-

cia de alternativas consistentes a los programas de estado mínimo que,

mientras tanto (desde el Acta Única Europea al Consejo de Lisboa, pasan-

do por el Tratado de Mäastrich), se han ido institucionalizando en la Unión

Europea, en el sentido de que no ha aparecido en escena ninguna fuerza

política de base popular con fuerte implantación social y una alternativa

política consistente. El electorado, antes tan activo, estaba a esas alturas

fuertemente despolitizado, y el clamor del

demos

contra la corrupción no

ha venido acompañado de participación directa estable en la política.

No resulta pues extraño que, mientras se registra por todos lados

un clamor popular para que el poder judicial se ocupe de resolver una

corrupción político-económica de carácter estructural, haciendo valer la

salvaguarda de la legalidad instituida, su capacidad práctica de interven-

ción haya quedado en cambio enormemente disminuida por la actividad

adelgazadora de dicho poder por parte de los partidos mayoritarios, tanto

a través de reformas tendentes a dificultar su actuación (sometimiento

de la fiscalía a los gobiernos, minoración de los tiempos de instrucción

de los procesos, protección del honor del imputado, aplicación de tasas

onerosas a los justiciables, marginación de los jueces considerados como

peligrosos,

congelación de concursos de magistrados, presión sobre su