

R. EMERJ, Rio de Janeiro, v. 18, n. 67, p. 105 - 118, jan - fev. 2015
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nacional de salud.) O en países que como España tienen una legislación
permisiva pero que en realidad tienen un sistema concertado del abor-
to (desde que entró el vigor la ley de plazos de 2010, que permite que
las interrupciones del embarazo sean practicadas “en centros de la red
sanitaria pública o
vinculados
a ésta”, el 90% de las intervenciones siguen
haciéndose en centros privados: la diferencia con el periodo prohibicio-
nista anterior es que ahora la mujer puede repercutir la factura corres-
pondiente a la administración), lo cual supone un mayor gasto para el
sistema público y dejar el derecho a abortar desprotegido en contextos de
recortes sociales como el actual. El derecho de las mujeres a interrumpir
su embarazo es un caso típico (como sucede con cualquier derecho social)
de
un derecho a medias
, pues a las limitaciones legislativamente estable-
cidas a su pleno ejercicio hay que sumar, como vemos, la falta de voluntad
política para dotarlo de los medios necesarios para que sea efectivo.
Naturalmente, el campo social más beligerante con los avances de
las mujeres en terreno legislativo es el de la religión institucionalizada. Allí
donde ésta ejerce una presión lobbística sobre el Estado, no ha avanza-
do la introducción de materias sexuales en el sistema educativo, se han
puesto multitud de piedras en el camino de la regulación igualitaria de
las relaciones afectivas para personas del mismo sexo (la legalización del
matrimonio homosexual y derechos relacionados aconteció en España en
2006, bajo la administración socialista, pero el nuevo ministro de Educa-
ción, conservador, acaba de excluir la homofobia como contenido de la
educación básica) y está lejos de ser reconocida la plena autonomía de la
voluntad en las decisiones concernientes al propio cuerpo (el aborto, el
cambio de sexo y la eutanasia voluntaria).
Desde la perspectiva laica que aquí se ha escogido, o simplemen-
te vista desde fuera, esta influencia de la moral religiosa sobre el poder
de regulación estatal es cuanto menos sorprendente. Desde un punto de
vista humanitario, no resulta fácil conjugar la condena de los métodos
anticonceptivos con la criminalización de la interrupción del embarazo.
La prédica de la indisolubilidad del matrimonio (equiparado por el presi-
dente de la Conferencia Episcopal española con la institución del “repu-
dio”, que antiguamente se contemplaba a iniciativa del hombre contra la
mujer) con la nulidad del mismo en un tribunal especial que incluso oficia
en algunos casos uniones entre divorciados. La condena del aborto con la
crítica de los nacimientos fuera del matrimonio (el 28,38% de los neona-